Cuando Alex Kerner asistía asombrado al lanzamiento espacial del cosmonauta Sigmund Jähn, Matthias Kalle acababa de ingresar en la guardería en Alemania Oriental. En la actualidad, el escritor y columnista tiene 27 años y una visión propia del país que cambió radicalmente en 1990.
Por Matthias Kalle
Entonces pensé que quizás me había vuelto loco porque no tenía sentido: un esquiador se estaba preparando para saltar. Vestía un traje azul y algo que se suponía que era una especie de bigote y en la esquina izquierda de la pantalla de la televisión aparecían las siglas “DDR” (RDA).
Le pregunté a mi madre qué significafa “DDR” y me contestó: “DDR significa Deutsche Demokratische Republik, es decir, República Democrática de Alemania, sabes…” Sí, sabía lo que era o al menos lo sabía en la medida que un niño de nueve años podía saberlo en 1984: la República Democrática de Alemania prefería que los Juegos Olímpicos de Invierno se celebraran en Sarajevo que en Alemania Occidental, el país en el que yo vivía, conocido por la extraña abreviatura BRD (RFA). Estaba deseando comprender, así que le pregunté a mi madre qué significaba BRD. También lo sabía: “Significa Bundesrepublik Deutschland, es decir, República Federal de Alemania”. Pero todavía había una cosa que yo no comprendía: “Pero, mamá”, dije, “siempre he creído que nosotros éramos los democráticos, nuestro país es el que debería llamarse República Democrática Alemana”. Y mi madre contestó: “Sí, así debería ser”.
El tipo vestido de azul y con una especie de bigote ganó la competición de salto, pero me dejó indiferente. Todavía seguía muy confuso.
Unos años más tarde, en 1986 o quizás 1987, mi madre y yo fuimos a visitar a mi padrino a Berlín Este. Era profesor en la universidad. En los años setenta se había marchado a Berlín a estudiar. Según me contó mi padrino, mucha gente había hecho lo mismo. Berlín tenía algo especial, incluso David Bowie e Iggy Pop se trasladaron a la ciudad para combatir su adicción a las drogas, lo que no tenía mucho sentido.
Fuimos en coche por la autopista A2 a Helmstedt y después a través de una carretera secundaria. Cuando era niño, en una ocasión fui con mi madre a un safari en alguna parte al este de Westfalia. Teníamos que quedarnos en el coche y pasar con él junto a las jirafas y las cebras. Recuerdo que fue un aburrimiento, hubiera preferido ir al cine.
Y por aquella carretera fue algo parecido: había que quedarse en el coche e ir mirando pequeños tractores y las tiendas Interspar. Recuerdo que fue divertido y triste, emocionante y terrorífico al mismo tiempo, casi como el cine. En la frontera con Berlín Este, un policía del pueblo nos pidió los pasaportes y tuve que hacer un esfuerzo para no reír a carcajadas de lo ridículo que me parecía que nos trataran como si fuéramos enemigos públicos. Aunque tengo que admitir que también tuvo cierto toque de glamour.
Una noche, mi madre mi padrino y yo fuimos a la Puerta de Brandenburgo, o al menos lo más cerca que se podía llegar, al fin y al cabo, era un muro. Subimos a una plataforma para ver Berlín Este e hice un descubrimiento muy interesante: entre el cartel que indicaba el final de Berlín Oeste y el comienzo de Berlín Este había un terreno de nadie. No había nada en él. Le pregunté a mi padrino a quién pertenecía ese terreno, pero él, a pesar de que era profesor en la universidad, no lo sabía. “Si así son las cosas”, anuncié felizmente, “si ese terreno no es de nadie, a partir de hoy se llamará Kallelandia” y me proclamé Rey. En ese momento no sabía que acababa de anexionarme la Franja de la Muerte, no sabía mucho de leyes en aquella época.
Un año después, me hice comunista. Mis argumentos eran apasionados y directos: contra la explotación del proletariado, por la redistribución de los recursos de producción y por un aumento de mi asignación porque me quería comprar una bicicleta. Mi madre opinaba que no era necesario que me hiciera comunista porque podía permitirse comprar una bicicleta, pero se negaba a discutir ese tema. Tan sutil como era, grabé en el pupitre del colegio: “¡Alemania debe morir para que podamos vivir!”
Y lo cierto es que Alemania murió, pero nadie se dio cuenta. La fecha de defunción fue el 9 de noviembre de 1989. Me senté frente al televisor, tal y como había hecho durante los Juegos Olímpicos de Invierno, y vi a la gente bailar, reír y llorar en el Muro. Los días posteriores al 9 de noviembre, la gente salió a la fuerza de la RDA y arrasó los almacenes KaDeWe, H&M, las tiendas porno, McDonald’s, BILD y Malboro, en la RDA que el 3 de octubre de 1990 también dejó de existir. Unos días después, fui con un viaje escolar a Berlín, pero era una ciudad diferente de la que había conocido con mi padrino y el país también era distinto. Íbamos recorriendo las calles como sonámbulos –mitad dormidos, mitad despiertos- y también con cierta arrogancia: puede que tuvieran los mejores esquiadores, pero querían vivir como nosotros. Ya no me gustaba Berlín y me alegré de volver a casa una semana después, al Oeste, a la República Federal de Alemania, al país que conocía pero que ya no existía, al igual que la RDA.
Había vino espumoso Trabis y Rotkäppchen y cigarrillos f6 y todavía estaba Helmut Col en el poder. En 1992, cuando se celebraron los Juegos Olímpicos en Barcelona, ya no existía la RDA y en un momento dado los ingleses se marcharon también de la ciudad. Cuando era pequeño, mi madre decía que habían venido a protegernos y a cuidarnos.
Durante diez años, di tumbos por la nueva Alemania pero en realidad nunca estuve allí. Estudié en Leipzig y trabajé en Munich. Hace dos años, me trasladé a Berlín pero no me quedé demasiado tiempo, algo no iba bien.
Matthias Kalle nació en 1975 y es periodista. Sus columnas se publican en el periódico Tagesspiegel todos los domingos. En el verano de 2003, Kiepenheuer & Witsch publicó su primer libro